Quise un día sentir toda la tristeza del mundo.
Como no podía abarcar el mundo, salí a la calle y busqué. Encontré un mendigo en la esquina de una iglesia muy importante y le di dinero, me senté a su lado y hablamos. Pero él era fuerte y sonreía, y no estaba triste. Tenía frío y no le importó su frío, sino el mío. Y no pude sentir su tristeza, pero sí otra vez sólo la mía.
Esa misma tarde, noche ya, me llamó un amigo que se acababa de separar y corrí a animarle y estar a su lado. Y conseguir mi objetivo de apoderarme de una tristeza de otro. Por querer hacer algo bueno, me dije, por llorar lágrimas que no fueran las mías. Una buena acción. Me abrió y subí a su casa y estaba bebiendo, realmente parecía muy triste. Pero se alegró tanto al verme y estar yo a su lado que empezó a hablar de otras cosas que no eran tristes. Me enseñó muy contento una mesa nueva que se acababa de comprar para el salón. Era lo único nuevo y limpio que había en aquel salón. Entonces se subió encima de su mesa ovalada de madera reluciente y se puso a bailar encima, para hacerme reír – a mí- , y esa imagen de la felicidad bailando, ensuciando y pisoteando la desgracia tampoco me ayudó a conseguir tristeza ajena.
Aquellas semanas venía un perro vagabundo que parecía maltratado a la puerta de mi casa y yo le daba de comer. Esa sí parecía la oportunidad perfecta, al menos sabría cómo era una de las mayores tristezas de mundo. Sentiría su tragedia de perro olvidado y lloraría muchísimo por él. Le puse nombre, le llamé Viento. Era todo negro, alto, y tenía su cara fea y deformada. Se acercaba despacio y agachado pero no tardó en cambiar, a los pocos días reconocía mi voz y mi olor, movía la cola, se acercaba y en aquellos ojos oscuros y brillantes vi otra vez la felicidad. Me quedé también sin la tristeza de Viento.
Y me sentí muy triste, lloré sin parar mucho tiempo, creo que lloré todo el mar y toda la tristeza del mundo que no encontré.